jueves, 25 de noviembre de 2010

Iván Rojo #1

Hoy es el día. O tal vez fue ayer, si incluimos los preparativos llevados a cabo en un piso de Benimaclet City. El caso es que por fin ve la luz el esperado primer número del fanzine de mi buen amigo Ivanrojo, que podrás adquirir for free en los mejores bares -¡y en los peores!- de esta ciudad. El libelo viene ilustrado por Esteban Hernández, ganador del premio Novela Grafica Fnac-SinsEntido 2010 e incluye un magnífico relato titulado "Libertad con cargos" que os adjunto al final. Un perfecto ejemplo de la prosa directa, descarnada y, en ocasiones oscura que caracteriza a este joven autor al que muy pronto veremos en las estanterías de las principales librerias del país. Así que, si no quieres que te lo cuenten, agénciate un ejemplar ya. Y si te quedas con ganas de más, cosa probable, y no eres capaz de aguantar hasta que vea la luz el segundo número, siempre puedes pasarte por aquí. En fin, quedáis avisados. 
¡Aupa Ivano!  
Libertad con cargos

Llamaban por teléfono casi todos los días. Muchas veces era por el motivo de siempre. Deudas, impagados, asuntos pendientes. Otros llamaban para decirme que lo sentían.

Llamaban todos los días y llegaban cartas de hacienda, requerimientos notariales, citaciones del juzgado. También las letras afligidas de algún pariente lejano.

Tuve que irme.

He abierto un cajón esta mañana. Para coger un par de calcetines limpios. Nada especial, el cajón de siempre desde hace un par de meses. Pero supongo que he revuelto un poco más de lo normal porque he tocado un papel. Y no recuerdo haber guardado ahí nada por el estilo. No sé qué es, pero me lo temo. Lo cojo. Una foto. Y al instante mil recuerdos. Como cuando te llega en cualquier parte un olor parecido al de las cocinas del comedor del colegio, por ejemplo. Un segundo después eres un niño y estás con tus amigos haciendo cualquier cosa fácil en pleno recreo. Te ves exactamente cómo eras. Tus amigos, el asfalto del patio, las ralladuras hechas por mil tenedores diferentes en las bandejas de acero en las que comías. Todo exactamente igual que era pero impregnado en la tristeza que desprende lo que ya está muerto. Algo así ha sido.

Llevo casi dos meses viviendo aquí, en la otra punta del país. La mayor parte del tiempo no se está mal. El anuncio decía que el empleo incluía alojamiento. Y tras la cocina del bar hay una puerta que conduce a un pequeño sótano-almacén sin ventanas pero con una cama y montañas de cajas de cerveza. Medio llenas, medio vacías. Tampoco hay ratas y el sitio no es especialmente húmedo, así que supongo que se le puede llamar alojamiento. Que mi patrona cumplió su palabra. El primer día la mujer me aconsejó, incluso, que no me gastara el dinero en una tele porque la señal llega muy borrosa aquí abajo. Sí, no puedo quejarme de mi patrona-casera. En realidad creo que aunque la jefa fuera una auténtica hija de puta no podría quejarme de ella.

Porque es probable que la única razón de este aquí y ahora sea mi padre.

Era una época extraña. Me apetecía menos de lo normal estar en casa. Cualquier propuesta era buena. Hasta cualquier excusa. Si no las había, salía y echaba a andar sin más. Procurando mantener la mente apartada de la mierda de mi padre. Sus problemas con la ley, sus problemas con nosotros. Era la época en que era capaz de recorrer de un extremo a otro aquella maldita ciudad solamente por cruzarme con gente corriente y pensar que a lo mejor ellos estaban igual de jodidos que yo. Era la época en que tendría que haber estallado, pero no tuve tiempo.

Sí, todo esto tiene bastante que ver con mi padre.

El hermano de mi padre usaba siempre camisas de manga larga. En cualquier época del año. No le gustaba que le tocaran sus brazos escuálidos. Del codo a la muñeca era zona vedada. Decía que le daba vergüenza. Asco. Miedo. En fin, le hacía sentir mal. Es una de las tres imágenes que conservo de mi tío. Yo era un niño, seis o siete años, pero recuerdo bien lo del odio que sentía hacia sus antebrazos porque una vez me cruzó la cara de repente mientras jugaba conmigo. Luego miró a mi madre y dijo que le había tocado ahí, como si aquello lo justificara todo. Entonces no entendí nada, claro. Otro recuerdo es pasear una mañana nublada con él y mi padre por el fondo de una piscina llena de hojas caídas y recubierta de azulejos color verde desvaído. Casi todos agrietados. Era pleno invierno a juzgar por las ropas que vestíamos. Mi padre y yo con anorak y guantes y demás y mi tío envuelto en un batín de franela a cuadros marrones y beiges. Y con zapatillas de estar por casa. Habían sido uña y carne cuando eran un poco más jóvenes. Pero el paso de la vida los había colocado en mundos aparentemente muy distantes. Lo único que mi padre podía hacer ya por su hermano era hacerle compañía de vez en cuando. Debía ser duro, supongo. Duro para los dos. Años después comprendí que mi tío estaba ingresado allí porque era heroinómano. Años después supe que estaba ingresado allí porque ya lo había intentado una vez. El tercer dato relacionado con mi tío que retengo en mi mente es una nochevieja del ochenta y tantos en casa de mis abuelos. Mi tío vivía allí desde que su mujer se había largado. Es curioso, también aquella noche mi tío iba en pijama. De tela y azul claro, estilo campo de concentración. Dijo que se iba a dormir mucho antes de que llegara la hora de las uvas y los buenos deseos. Creo recordar que los demás nos quedamos allí y los mayores brindaron y los pequeños lanzamos serpentinas y confeti. Horas más tarde, cuando el año nuevo empezaba a amanecer, el teléfono sonó en casa. Mi padre corrió hasta el aparato como si llegara tarde a algún sitio. Y mi abuela le chilló desde el otro extremo de la línea que Antonio estaba muerto. Lo encontraron encerrado en la cocina. En pijama. Sentado en una mecedora y con el gas abierto.

Me imagino que después se lo llevaron al anatómico forense y le hicieron la autopsia, pero eso ya es algo que no guarda relación con el hecho de que a partir de entonces mi padre se emborrachara todas las nocheviejas, nos diera de ostias y luego se pusiera a llorar y nos pidiera perdón mil veces. De hecho, puede que nada lo explique. Luego las nocheviejas se trasladaron a cualquier día del año, y aquello empezó a ser bastante asqueroso. No querer a tu padre te hace sentir como mínimo extraño. Desear que se muera de una puta vez te hace sentir cuanto menos un hijo de puta.

Y ocurrió precisamente en nochevieja. La pasada. Lo único que sabíamos de mi padre es que había salido del trabajo a las seis de la tarde. Hacía ya unos cuantos años que las borracheras de despedida de año y hermano yonqui de mi padre habían quedado reducidas a eso, borracheras de viejo. Alcohol sin sangre, nada más. Pero esa noche me quedo en casa por si acaso. Después de un brindis triste y cansado, mi madre se va a dormir. Y yo me quedo tirado en el sofá viendo el interminable programa de varietés. Bienvenido 2008. Comiendo polvorones y poniéndome ciego a base de champán. Y a las cinco oigo ruidos en el rellano. Un golpe seco y luego como si alguien empujara la puerta. Visualizo a mi padre medio desmayado sobre el felpudo, igual que otras tantas veces. Hasta las cejas de alcohol, baboso y balbuceando, probablemente rebozado en su propio vómito. Incapaz siquiera de llamar al timbre. Así que decido joderle un poco y hacerle dormir la mona en la escalera. Me olvido del asunto, me duermo. O me duermo y me olvido, qué más da. El caso es que al cabo de un rato nos despierta el dingdong de la puerta sonando insistentemente. Y golpetazos urgentes en la madera. Lo primero que veo al abrir la puerta es al vecino del piso de arriba. Dice no sé qué y miro hacia abajo. A mis pies está mi padre. Muy pálido en medio de un pequeño charco de sangre. Según el informe del forense, la mayor parte de sus cinco litros los había perdido en la calle y en los peldaños de la escalera.

La policía dice que aquella noche pasó por un montón de bares y acabó en el puticlub que hay en la esquina de la calle de mis padres. De mi madre. Invitó a una copa a una puta. Luego subió al piso de arriba y pagó cincuenta euros por media hora de sexo. Pero ella le vio más pasta en la cartera y lo consideró una presa fácil. Un tipejo habitual del club fue el autor material. Salió a la calle detrás de mi padre y le pegó dos navajazos para robarle doscientos euros de mierda. El resto de la paga extra de navidad ya se lo había fundido en su ruta de bares y remordimientos.

Y, en fin, así murió mi padre. Veintipico años después pero igual que su hermano. Solo al otro lado de una puerta.

A día de hoy intento borrarlo de mi memoria. Lo malo es que soy tan gilipollas que me traje una foto suya conmigo.

A día de hoy su asesino está en prisión preventiva.

Y a día de hoy la última puta que se la chupó a mi padre también se halla a la espera de juicio, pero en libertad con cargos. Igual que yo, más o menos. Con la diferencia de que a ella la juzgará un tercero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...