lunes, 27 de diciembre de 2010

Dissabtes borts de Nadal, reposo y mucho cine

Y en una de esas fue cuando revisité el magnífico drama italiano “Buenos días, noche”, dirigido con brío por el veterano realizador italiano Marco Bellocchio en el año 2003. La película, para los que no lo sepáis, trata uno de los sucesos más turbios del pasado reciente de la política trasalpina: el secuestro y posterior asesinato del político democristiano Aldo Moro a manos de las Brigadas Rojas. Nos situamos en marzo de 1978 cuando una célula de esta organización terrorista secuestra en plena vía pública -en un operativo en el que mueren sus escoltas- a Aldo Moro, ex primer ministro y presidente de la Democracia Cristiana, quien por entonces negociaba con los comunistas un gobierno de coalición no muy bien visto por influyentes políticos. Moro fue sometido a un juicio popular y durante cincuenta y cinco días se cruzaron comunicados de la organización, cartas personales del secuestrado y declaraciones públicas gubernamentales negándose a negociar. El 9 de mayo apareció el cadáver de Moro en el maletero de un automóvil en la Via Caetani. Bellocchio se centra en la intrahistoria, en como se debió vivir ese secuestro en el seno del comando terrorista y en como las dudas irán apareciendo entre sus miembros, especialmente en el personaje de Chiara -¿Adriana Faranda tal vez?-. Esto último me llevó a recordar un precioso artículo obra de Enric González y que apareció en El País a finales del 2008. Se titula “El momento de las golondrinas” y reza tal que así:  

“Suelen gritar y amenazar cuando los detienen, o cuando se sientan en el banquillo tras el cristal blindado. Muestran una absoluta convicción. Parecen orgullosos de lo que han hecho. Casi todos lo están, no cabe duda. Pero uno, al menos uno de esos asesinos furiosos, y muy probablemente más de uno, ha pasado por el momento de las golondrinas. No puedo verlos sin pensarlo.
Hace algunos años visité a Adriana Faranda para hacerle unas preguntas. Faranda, que pronto cumplirá 59 años, formó parte del comando terrorista que en 1978 secuestró y asesinó a Aldo Moro, el político democristiano. Ahora vive en una hermosa casa de campo junto al lago Bracciano, un paraje maravilloso al norte de Roma. La casa es de alquiler porque Faranda carece de propiedades. Tenía un piso en Roma, pero lo vendió y entregó el importe a Cáritas para que esta organización, a su vez, lo distribuyera libremente entre las víctimas del terrorismo. No quiso saber quién recibía el dinero.
Se trata de una mujer de espíritu noble. Puedo afirmarlo porque también lo afirma una de las personas a las que más hizo sufrir: Maria Fida, hija de Aldo Moro, mantiene una relación muy parecida a la amistad con Adriana Faranda, una de las personas que asesinaron a su padre. Fida empezó a visitarla en la cárcel pocos años después del crimen, porque necesitaba comprender aquel acto terrible, uno más entre muchos: las Brigadas Rojas y los grupúsculos en torno a ellas mataron a medio centenar de personas e hirieron gravemente a más de mil.
Cuando conoció a María Fida, Faranda ya se había disociado del terrorismo. La disociación fue uno de los pocos conceptos válidos surgidos del aberrante edificio teórico construido por un terrorismo que se definía como marxista y proletario, enemigo del reformismo del Partido Comunista, y surgió ya en la cárcel, cuando algunos de los condenados a perpetuidad se dedicaron a reflexionar sobre su particular momento de las golondrinas. Faranda y otros como ella se declararon absolutamente arrepentidos y dispuestos a reunirse con todas las víctimas que lo desearan: querían ofrecer al menos la posibilidad de que desahogaran su rabia contra ellos. Se negaron, sin embargo, a delatar a sus antiguos compañeros. Como la figura legal del arrepentido, extraída de la legislación anti-Mafia, implicaba cooperación con la policía, inventaron la figura del disociado. El Ministerio de Justicia acabó adoptándola de forma oficial y creando zonas carcelarias especiales para que los disociados no sufrieran las represalias de los irreductibles.
Ah, los irreductibles. ¿Quiénes lo son de verdad? El momento de la duda se produjo, en el caso de Adriana Faranda, cuando aún no habían secuestrado a Aldo Moro. Ella, nacida en una familia siciliana católica y acomodada, tenía 28 años y una hija de cinco. Aún no cargaba con delitos de sangre y se le encomendaron dos misiones: la compra de una decena de uniformes de Alitalia, para disfrazar a los miembros del comando, y la vigilancia cotidiana de los movimientos del estadista. Un día, frente al domicilio de Moro, observó que uno de los dos policías apostados junto a la puerta señalaba al cielo. El otro miró y ambos sonrieron. Pasaba sobre la ciudad una bandada de golondrinas como anuncio de la primavera. Faranda pensó que quizá esos dos policías no llegaran a verla. Y sufrió el aguijonazo de la duda.
Adriana Faranda siguió adelante. El 9 de mayo de 1978, los cinco carabinieri que escoltaban a Aldo Moro fueron ametrallados con saña y el dirigente político cayó en manos de las Brigadas Rojas. El secuestro duró 55 espantosos días. Antes de asesinar a Moro, el comando celebró una votación. Faranda votó contra el asesinato, pero quedó en minoría. Y aceptó el resultado.
Ya sabía en ese instante que no podía seguir creyendo en la secta, pero las Brigadas Rojas se habían convertido en su única familia, la única gente con la que podía hablar de lo ocurrido. Fue tras su detención, meses después, cuando, a la espera de juicio y de la previsible cadena perpetua, revivió una y otra vez el momento de las golondrinas y decidió romper con su pasado.
Cuando hablé con ella, cumplidos los 16 años de cárcel en que quedó su condena y habituada ya a la libertad, comentó que el momento de las golondrinas puede suscitar reacciones curiosas. Quien siente el aguijonazo de la duda suele mostrarse ante los demás como el más firme, el más despiadado. Por un tiempo, al menos. Si reflexiona sobre las golondrinas, su fe en la violencia acaba por venirse abajo.”

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