miércoles, 13 de abril de 2011

Algo supuestamente divertido


¿Habéis pensado alguna vez en hacer un crucero? Yo sinceramente no. Y eso que una vez y por circunstancias relacionadas con el amor -o el sexo-, por poco no me embarcan en uno. Y es que permanecer diez días embutido en una cafetera gigantesca, soportando la compañía de desconocidos, realizando excursiones masificadas en cada uno de los puertos turísticos convenidos por la empresa, desayunar y cenar en modo rebaño… en fin, como que no me seduce. Y menos aún después de leer la desternillante crónica que David Foster Wallace hizo de su experiencia a bordo de un megacrucero, respondiendo al encargo del Harper’s Bazaar.

“Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer” viene a ser una muestra de eso que se ha llamado periodismo gonzo. O sea, aquellos libros en los que el reportero es un actor más de la historia y en los que no se busca tanto la noticia, como el contexto donde esta se desarrolla. Y es que Foster Wallace disecciona con mucho humor y aún más mala leche, todo lo que acontece a bordo del Nadir. Desde el perfil de los cruceristas y de la tripulación, hasta las supuestas diversiones. Como se desarrolla el día a día en un crucero de lujo y como se las ingenian los propietarios del tinglado para que la gente no se cuestione a donde ha ido a parar el pastizal que han pagado. Pues bien, se les ha ido en el copioso desayuno diario, la misa diaria con renovación de votos matrimoniales, en una biblioteca repleta de libracos de esos que decoran los salones de la gente que no lee -“Grandes villas de Italia”, “Juegos de té famosos del mundo moderno”…-, en torneos de dardos o de ping-pong, charlas sobre sistemas de navegación, almuerzos en la terraza superior, practicas de golf en la cubierta, pujas de arte, lamentables concursos para elegir las mejores piernas masculinas, interminables sesiones de piscina, manualidades, gimnasio olímpico (¡ni más ni menos!), “¡Conozcan al Director del Crucero, Scott Peterson y descubran como es realmente trabajar en un Crucero!” rollo “Club de la Comedia”, ensayos previos al “Show de los pasajeros”, tiro al plato, tomar el té con pastas, visionado de las mismas películas una y otra vez, acicalamiento y cenas de gala bien regadas de alcohol, espectáculos con hipnotizadores, bailes nocturnos, excursiones bovinas… Podría seguir “ad nauseam”, siguiendo la brillante jerga utilizada –y en ocasiones como esta, creada-  por su autor.

En el fondo, el libro viene a ser un alegato contra el turismo mediocre. Ese que viaja hasta donde Cristo perdió el gorro para encerrarse en un parque temático -llámalo crucero, llámalo resort…-, hacer miles de fotos y vídeos con los que torturar a los amigos al regreso, comprar baratijas a modo de recuerdo para que acaben acumulando polvo en algún cajón y poco más. Encima está escrito de forma brillante. E incluye unas hilarantes reflexiones en forma de notas a pie de página que son, desde mi punto de vista, lo mejor de todo. Lástima que su autor, una de las voces más interesantes del panorama narrativo contemporáneo, decidiese dejarnos hace unos años.        
“He visto playas de sacarosa y aguas de un azul muy brillante. He visto un traje informal completamente rojo con las solapas evasé. He notado el olor de la loción de bronceado extendida sobre diez mil kilos de carne caliente. Me han llamado señor en tres países distintos. He visto a quinientos americanos pijos bailar el Electric Side. He visto atardeceres que parecían manipulados por ordenador y una luna tropical que parecía más una especie de limón obscenamente grande y suspendido que la vieja luna de piedra de Estados Unidos a la que estoy acostumbrado. He bailado (muy brevemente) la conga.”

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