martes, 30 de julio de 2013

"El regreso", de Alistair Macleod

Como no podía ser de otra forma, la contraportada de este libro se acoge a las habituales exageraciones fruto de la mente mercantilizada de un editor ávido de ganancias en forma de libros vendidos [“Estos pausados y maravillosos cuentos -vibrantes y audaces-, aparentemente simples, pero de una extraordinaria destreza y precisión son, sin duda, pequeñas obras maestras.”] Pues bien, en esta ocasión y a diferencia de otra muchas, la aparente exageración no es tal. Y sí, ya sé que es bastante común que la prosa de este humilde bloguero tienda al barroquismo, recurriendo a adjetivos tales como “maravilloso”, “fantabuloso”, “mágico”, “prodigioso”, “soberbio”, “excelente”, “hechizante”... en fin, ya sabéis. Pero creedme si os digo que en lo que respecta a esta novela no solo son adecuados, sino que se antojan insuficientes. Así que buscad el libro, comprarlo, leedlo, disfrutadlo y después regalárselo a alguien. Os haréis un gran favor y le haréis un gran favor.

Porque “El regreso” es una obra magna. Una portentosa recopilación de relatos al cargo de Alistair Macleod, veterano escritor canadiense de quien aún no me había leído nada. Entre otras cosas porque nadie, llámese persona blog periódico o web, me lo había presentado y tan solo recuerdo una mínima reseña en las páginas del Babelia que, si bien captó mi atención, no fue tanto como para perder el culo buscando la obra de este buen hombre. Ahora sé que “todo admirador de relatos cortos deseará leer y conservar este volumen” (Joyce Carol Oates dixit). Amén sista'.

Los siete cuentos incluidos en este volumen (a cada cual más bonito, más impactante, más desgarrador, más enorme...) tienen en común una serie de cosas. La primera de ellas la localización geográfica. Se desarrollan física y mentalmente en la “Isla” de Macleod, que no es otro sitio que el Cabo Bretón, en Nueva Escocia, costa canadiense. Además en todos ellos uno de los temas que se explora, o más bien el TEMA (así, con mayúsculas) del cual se nos habla es el del vínculo al terruño, a las gentes, a lo que uno es y por lo que uno es, pero sin eludir el reverso tenebroso de esa gran verdad, los abismos insalvables que de ese mismo vínculo se derivan y como eso marca la relación entre padres, hijos y hermanos. Se trata de historias de mineros y pescadores, de sus mujeres y sus vástagos, de sus vidas marcadas por los recuerdos y los mitos que se trajeron desde el viejo continente. El narrador suele ser un joven que, repleto de anhelos y aspiraciones, huye desde su pueblo a la ciudad para después ver desde fuera a sus viejos, a los adultos que allí se quedaron como rocas empeñadas en resistir todo tipo de embates. Todo eso siendo conscientes de que algún día ellos también serán adultos y acabarán inexorablemente transformados en una de esas inquebrantables rocas que pueblan la costa de Nueva Escocia. Como ya intuiréis existe un poso de tristeza en cada uno de los relatos. Pero una tristeza bella, una tristeza que es bonita de contemplar, que engancha como lo hace la vida, esa batalla perdida de antemano.

Como os he dicho anteriormente todos los relatos son magníficos, impecables desde el primero al último, si bien los mejores, al menos para mí, son los dos últimos que se titulan “El pesquero” y “El camino a Punta Rankin”. El primero nos habla de los recuerdos de infancia y juventud de un joven profesor, presentándonos a su estricta madre y a su soñador padre, propietario de un barco que era el sustento de la economía familiar. El segundo, “El camino a Punta Rankin”, es la historia de alguien que vuelve sobre sus pasos para cerrar el círculo de la vida. Una fantástica manera de cerrar esta colección de relatos melancólicos, tristes, elegantes, sobrecogedores, preciosos e imprescindibles.

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