domingo, 29 de septiembre de 2013

Los millones

Pongamos qué un miembro de los GRAPO, de una pírrica célula durmiente instalada en un suburbio de Madrid y que está compuesta única y exclusivamente por su mismidad, es agraciado con el premio gordo de la Lotería Primitiva. Pongamos que al terrorista, en su innoble condición, le resulta difícil cobrar un premio para lo cual habría de identificarse y abandonar el anonimato y la marginalidad. Pues bien, eso es "Los millones", deliciosa novelita del polifacético artista y artesano vasco Santiago Lorenzo. Bueno eso y mucho más tal como apunta Kiko Amat en esta magnífica entrada en su web que suscribo de Pé a Pá:
Los millones
Santiago Lorenzo
Libros Mondo Brutto
205 págs.
¿Los millones? Su reino no es de este mundo. ¿De qué reino hablamos? De uno que sobrevive perdido, aislado, olvidado, una meseta 80’s que –contra todo pronóstico- vuelve a nosotros en pleno 2011, acarreando algo de paz para combatir el desasosiego y la presente banalidad de base. Pero no me entiendan mal: Los millones no es un libro ochentas; simplemente está ambientado allí. En 1986, para ser exactos. Esta sensacional novela, por añadidura, ostenta la más escueta y a la vez descriptiva nota de contraportada que hemos visto jamás: “Marzo de 1986. A uno del GRAPO le tocan doscientos millones de pesetas en la Lotería Primitiva. No puede cobrar el premio porque no tiene DNI”. Pero esta (por otra parte) fabulosa reducción de trama podría llevarles a engaño, porque Los millones dista mucho de ser una noveleta-con-guiño, una broma pulp con aroma cañí, por mucho que transcurra en el Madrid de mediados de los ochenta y por mucho que su protagonista sea “terrorista”. He aquí una novela que podría ser descrita como “analógica”, de la forma en que Thomas Pynchon se refirió alStone Junction de Jim Dodge. Un libro que, tanto por su celebración de las cosas que ya no existen, por su inherente panegírico a ese mundo (a ese Madrid) en vías de desaparecer, como por su lenguaje deliberadamente anacrónico, como por su rechazo a truquitos metaliterarios o fragmentación posmo, podría ser de cualquier época, perenne, inmutable. Noventayochista, si me permiten exagerar. Esta es, entonces, una novela pre-tecnológica, pre-globalización, escrita por alguien que aún está enamorado de Salgari, Verne, Chesterton, el Valle-Inclán de Luces de bohemia y Conan Doyle, ajeno a los dimes y diretes del mundo editorial, sus modas y bagatelas, sus pisaverdes y sus pelmazos. Una novela casi de aventuras, solo que en lugar de suceder la acción en un altiplano perdido de la Amazonia o en un bajel pirata que sortea el Cabo de Hornos (o en un café de 1924), su adictiva trama se nos presenta en un maravilloso Madrid 1986 preservado para nosotros con el amor y el cuidado de un veterano entomólogo.
La trama detectivesco-conspirativa de Los millones, como habrán imaginado, es solo un pequeño encanto de los muchos que pasea por ahí esta remarcable obra. Uno pasa las páginas con furia, enfrentado a un misteriete que tiene tanto de El hombre que fue jueves como de The Ipcress file. Pero lo que deja más poso, lo que le rompe a uno el corazón, es su maravillosa oda a un mundo que parecía eterno, y resultó no serlo. En ese sentido, Los millones es una obra nostálgica, de la forma menos imbécil, menos barata y menos estéril posible: una novela que celebra la sociedad, comunidad y forma de vida de 1986, un universo que aún era remarcablemente parecido al de 1886, un medio ambiente que creíamos destinado a la eternidad, y que hacia mitades de los 90 nos arrancaron de debajo de los pies sin avisar ni pedir permiso. Piensen en el reciente “My town” de The Wild Swans, o el “Losing Haringay” de The Clientele, o la penúltima novela de Jonathan Coe, y entenderán el sentimiento subyacente aquí; incurable pesadumbre por lo que ya no existe.
Los millones, por tanto (sin caer jamás en la sensiblería Reader’s Digest, o el afectado kitsch gilipollas del que luce una camiseta de Naranjito), le canta a Radio Ochenta Serie Oro, a la cazalla y los botellines, a las chupas de “termoforro”, a la prensa deportiva, los Bonys y el mundo social pre-Facebook, pre-móviles, pre-subnormalidad. En ese sentido, como obra que aplaude a un planeta 80’s tan seguro de su permanencia como inquieto por el futuro, la novela es insuperable. Es irónico, asimismo, que el responsable de describir esa sociedad sea, precisamente, un protagonista forzado a la marginación y a la asocialidad, pero tal vez sea su estática soledad la que realza la vida de una ciudad que vivía en la calle; o, más concretamente, en los bares de ésta. Y es que Los millones es también un canto al bar, a sus costumbres, hábitos, clichés y particularidades, a sus leyes y su aspecto, tanto interior como exterior. Desde luego, solo alguien que haya pasado media vida en bares y bodegas (ver lista de julio-agosto) puede ser capaz de plasmar con semejante meticulosidad molecular el maremoto de detalles y referencias que pueblan la prosa del libro. Como el propio autor reconoce al final, “todas las localizaciones de la novela son reales, y funcionaban como tales en 1986”. Ni que lo jures, Lorenzo.
No obstante, debemos insistir, esta no es una novela vivencial. Su propósito final es ese entretenimiento de vieja escuela, Jardielesco y Mihurista, que los cráneos previlegiados de la literatura actual rehúsan tocar, y que tan en falta se echa en las librerías de hoy. Y a la vez, esas aventuras son la excusa para hablar con grandioso pathos de la soledad y la supervivencia, de lo dañina que es la carestía amical, del hueco en el alma que horada la falta de seres a quien amar, y a la vez a las posibilidades redentoras del amor romántico, del compadreo eterno, del encuentro de la media naranja. Por si esto fuese poco, casi inadvertidamente, Santiago Lorenzo erige simultáneamente un manual para el ahorro, un decálogo para arreglárselas con pocas perras, que apreciaran todos los manirrotos patológicos y dados al dislate pecuniario.
Como todo debe encajar, quizás sepan ya que Santiago Lorenzo es además artista pre-tecnológico (no se pierdan sus esculturas-híbrido de modelismo amueblante), cineasta (suyas son Mamá es boba y Un buen día lo tiene cualquiera, además de varios cortometrajes premiados aquí y allá), señor con cola de caballo y amante fatal de una buena barra de bar. Es decir: un humano al que desearíamos conocer, abrazar, sepultar en lisonjas, abrumar mediante brindis de repetición y, ya juntos y ebrios, maldecir la dictatorial intangibilidad y estulticia de estos tiempos nuevos, nada salvajes. Compren su libro, por favor.
Kiko Amat
Después de acogerme a la ley del mínimo esfuerzo ( penitenciacite), me despido insistiendo en lo mismo que el señor Amat: ¿a qué esperan para leerse este libro? Búsquenlo, cómprenlo y léanlo, no se arrepentirán.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...